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Aquel caluroso domingo de junio, Lucas salió disparado de casa hasta el Cerro del Tío Pío, necesitaba un lugar tranquilo y apacible para poner en orden todo lo que le había pasado en las últimas 72 horas. Este se había convertido en su refugio personal, una especie de santuario a donde acudir cuando las cosas se torcían o no iban del todo bien.
Aunque se consideraba una persona muy afortunada, la vida le había puesto algún que otro obstáculo. Creció en una familia normal, su padre era gestor comercial en una imprenta ubicada a las afueras de Madrid y su madre ejercía como contable en una gran empresa dedicada a la comercialización de productos cárnicos. Desde muy pequeño descubrió el valor de la amistad, conoció a grandes personas que se convertirían en sus amigos, gente que le acompañaría durante toda la vida, en los que apoyarse en los momentos malos y con quienes celebrar los éxitos.
“Cuando terminemos la carrera vamos a montar nuestra propia empresa de reparto de comida a domicilio. Sergio tiene don de gentes, por eso se encargará de ir a visitar a los clientes y será quien negocie con los proveedores. Lucía se desenvuelve a la perfección en las plataformas digitales y se encargará de cuidar nuestra imagen en Internet. Y para que todo resulte rentable, Jesús será el responsable de la contabilidad, no hay nadie mejor que él”. Estas solían ser sus reflexiones durante buena parte de su juventud, entre clase y clase.
Pensamientos que se le vinieron a la cabeza de golpe. De pie, apoyado sobre la barandilla del mirador del Cerro, Lucas sintió el escalofrío propio de recordar una tragedia sin precedentes. Al menos para él. En la zona superior del valle, donde se tienen las mejores vistas de Madrid, buscó hasta la saciedad una razón válida que pudiera explicar semejante desenlace, para lo que no dudó en recurrir en el autoconsuelo personal: “qué injusta es la vida algunas veces”.
El rostro lo mantuvo empañado de lágrimas durante todo el día al recordar el accidente. Y ver cómo de un día para otro, los sueños y proyectos de futuro se esfuman de un plumazo. Jamás se le había pasado por la cabeza que las consecuencias de una mala decisión pudieran ser tan enormemente costosas. Entre serie y serie de un hipo incontrolable fantaseó con un final diferente, ilusionándose con qué habría sido de sus amigos si no fuera por aquel maldito viernes de fiesta.
De todos ellos, Sergio era con diferencia el más inteligente de toda la cuadrilla de amigos. Era capaz de resolver casi cualquier situación con una facilidad pasmosa, se interesaba por todos, siempre tenía algún plan para disfrutar del tiempo libre y era un apasionado de los videojuegos. Le encantaba viajar y conocer nuevos lugares, nuevas culturas y hacer amigos allá por donde fuera. El sueño de su vida era ser diplomático en una embajada en algún país de Oriente Medio, debido quizás a su obsesión por la cultura egipcia, la civilización mesopotámica o sus leves conocimientos de lenguaje copto.
Lucía era energía en estado puro. Cuando todos estábamos cansados, desganados o sin ánimos, solo ella sabía cómo sacarnos de aquel estado de ánimo. Le salía de forma natural. Ella tenía otro tipo de inteligencia; una más desordenada y loca. Cuando hablabas con ella te dabas cuenta de que era creativa, imaginativa… era un torbellino de ideas. Ella era la cabeza perfecta para el marketing digital.
Jesús era el contable, minucioso y un estudioso de las matemáticas. Solía ser el que mejores notas sacaba en el colegio y por eso nos enseñaba a todos las fracciones, despejar la X y las matrices de datos. Es cierto que solía perder los nervios por nuestra incompetencia, pero era el mejor profesor particular de matemáticas que hemos tenido todos.
El propio Sergio había sido el encargado de organizar la fiesta del viernes, hacía dos días que iban a vivir uno de los momentos más felices de su vida, la celebración por haber obtenido todos su titulación universitaria. Nada más lejos de la realidad.
A decir verdad, habían sido cuatro años de celebraciones continuas. El carnet de conducir de todos ellos, la primera matrícula de honor, el primer guiso de patatas con carne, la primera beca en el extranjero o el primer cumpleaños fuera de casa. Habían hecho una piña, se habían convertido en inseparables. Hasta que, un día, algo se torció.
Aún mantiene en la retina cómo transcurrió todo y Lucas suspira. “Una más y entramos a bailar, pero rápido porque hay una cola kilométrica”, recuerda con un nudo que le oprime el pecho. “No hay más capacidad, el aforo está lleno. ¿Qué tal si cambiamos de sitio? A menos de 3 kilómetros conozco una discoteca en la que podemos estar muy bien, mucho mejor que aquí”. Algo hizo presagiar lo peor, más cuando todos habían consumido alcohol. “Pero Lucas, llevamos un rato bebiendo copas y no sé si conducir es buena decisión”, a lo que este le respondió: “está aquí al lado, no tenemos por qué preocuparnos, no nos va a pasar nada”.
Con la euforia del momento, todos lucían una sonrisa de oreja a oreja. Recogieron las botellas, los refrescos y tiraron los últimos restos de hielo a la basura. Se dirigieron al aparcamiento cantando la canción del verano y se subieron al coche entre bromas. El resto ya forma parte de la historia. En la tercera curva de una carretera comarcal con escasa iluminación, Lucas vio la sombra de algo y pensó que alguien se le atravesaba la calzada, su reacción fue desmedida y provocó que diera un volantazo para esquivar dicho obstáculo, el coche se le fue de la parte trasera y a partir de ahí no recuerda nada. Ni la sangre desparramada, ni los cristales rotos en mil pedazos, ni la cuneta repleta de piezas del coche esparcidas por el asfalto.
A Lucas se le vino el mundo encima en el momento en el que vio al personal médico a su alrededor, a sus familiares y a otros dos compañeros de la promoción. Y sus malos presagios se confirmaron al instante: “habéis tenido un accidente de tráfico y lamentablemente tenemos que comunicarte que no pudimos hacer nada por salvar la vida de Sergio y Lucía, los dos fallecieron en el acto. No sabemos cómo, pero corriste mejor suerte y tú resultaste ileso, un hecho milagroso”.
Ese era el motivo que lo llevó a pasar la tarde del domingo en el Cerro del Tío Pío. En el fondo, y aunque había pasado muy poco tiempo, ya había empezado a mentalizarse de su nueva vida tras el accidente. Aún no estaba preparado para cargar con esa responsabilidad de por vida, no solo lamentándose por la muerte de sus dos amigos, sino también porque sabía que a todos los encuentros con Jesús, él acudiría en silla de ruedas. Y todo por culpa de una mala decisión.
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