covid-19
que nadie se quede atrás
#ParaEsoEstamos
Antonio tiene un armario solo para camisas blancas. Planchadas, perfectamente colgadas de las perchas que se suspenden de la barra del armario, hoy no saben cuándo podrán salir de nuevo a la calle. Al igual que Antonio.
Antonio empezó ayudando en el bar de unos amigos de su padre y desde entonces no se ha quitado el delantal. De bar en bar, lleva casi 20 años tras la barra. º
Cuando tuvo lugar la crisis de 2008, Antonio y Ana acababan de comprarse un piso en Ciudad Jardín, su barrio de toda la vida en Málaga. Todavía recuerdan cuando a Ana le echaron de la tienda y pasaron las primeras noches entre aquellas paredes recién pintadas pensando cómo iban a pagar el piso. Afortunadamente, el dinero nunca fue un problema: eran jóvenes, recién casados y tenían toda la vida por delante. Y no se equivocaban.
Antonio encontró justo en ese momento un buen trabajo. Era para el verano, pero estaba muy bien pagado y le permitiría seguir adelante con la hipoteca. Unos pocos años después nació el pequeño Manuel. La vida les sonreía. Primer reto conseguido: formar un hogar.
Y en ese hogar no había lujos, pero tampoco faltaba de nada. Bueno, como diría Ana, igual algo de lujosa sí tenía ese plasma para el salón, pero es que ¡les gustaba tanto el cine!
Pero en esa tele de plasma pocas veces se veían las noticias: a Ana se le pasaban las horas cuidando de Manuel y llevando el trabajo del hogar y Antonio se dedicaba por entero a los trabajos que iba encadenando, uno tras otro.
Una crisis que nos ha pillado por sorpresa
Expandida la pandemia, llegó al bar y observó cierto día que la cortina metálica estaba a medias. En el interior, estaba su jefe, con un montón de cuadernos abiertos sobre la barra y aspecto meditabundo. “Esto tiene muy mala pinta, Antonio.”
Apenas unas horas después, Antonio dejaba atrás ese mismo bar, esta vez sujetando unos papeles. Era la rescisión de su contrato temporal. Aún no había llegado el paro forzoso de la actividad, pero su jefe había decidido anticiparse. “Muy mala pinta” le repitió.
¿y ahora qué va a pasar?
Ana y Antonio, que habían superado crisis anteriores, no saben cómo van a salir de esta. La prestación por desempleo no es muy alta y sus ahorros se esfuman en la cuenta del banco; los favores a familia y amigos no son una posibilidad, puesto que la mayoría de sus conocidos se encuentra en situaciones parecidas, cuando no peores.
La despensa se vacía y el pequeño Manuel, su hijo, pregunta cada tarde dónde están las galletas que le gustan merendar sin recibir nunca respuesta. Hasta hoy, que Antonio coge aire dispuesto a explicarle al fin que van a estar unos días sin merendar lo de siempre. Justo al empezar a hablar, le interrumpe el sonido del timbre.
Cuando abre la puerta, comprueba confundido que no hay nadie.
“Eh, tú”. Antonio se asoma al descansillo y ve que Andrés, el del A, le habla desde el quicio de su puerta. “¿Cómo estás? ¿Y Ana? ¿Y la criatura?”
“Pues aquí, tirando, ya sabes” le responde Antonio. “¿Y vosotros? ¿Te ayudo en algo?”
el banco de alimentos
Lo que Andrés le cuenta esa tarde, de felpudo a felpudo, es que en la asociación de vecinos del barrio estaban repartiendo comida y necesitaban voluntarios para clasificar.
“Me da un poco de vergüenza, Antonio, pero la situación es la que es” explica Andrés, apoyándose en el marco de la puerta. “Marisa y yo no llegamos a fin de mes. La obra se ha parado y con lo que ella gana no nos da para los peques, así que estamos yendo a la asociación del barrio.
Ellos nos ayudan con fruta, leche y pañales. A veces también les ayudo, como hoy, que me acaban de llamar porque necesitan gente, pero no puedo. Ayer Marisa se empezó a encontrar mal y no la quiero dejar sola. Tiene fiebre, uno de los síntomas. ¿Podrías ir tú de nuestra parte?”
Antonio asiente y mira hacia el interior de su casa, en parte también para que Andrés no vea que se ha emocionado.
el reparto
Con la dirección de la asociación de vecinos en un WhatsApp, Antonio baja a la calle y se siente un poco mejor. El sol brilla y, aunque las calles de Málaga están desiertas, el brillo de escaparates y cristales de ventanas dan algo de vida a esta mañana de abril.
Cuando llega a la asociación y anuncia que viene de parte de Andrés, un voluntario le señala con la mirada un lavabo en el que encuentra higienizante, guantes y una caja de mascarillas. Cuando sale, ya tiene dos palés cargados de productos preparados para cargar en la furgoneta de reparto.
“Perdona que no te dé un abrazo,” bromea el voluntario, al que se le intuye una sonrisa bajo la mascarilla, “es que no damos abasto.”
Antonio se pone manos a la obra a ordenar los lotes que van llegando y saliendo. “Igual esto no está tan mal.” piensa, “Igual esto puede servirle a mi Manuel.” Con tan solo algunos artículos, Ana y Antonio podrían apañarse bien y ganar algo de tranquilidad para pasar estos días de tanta incertidumbre. ¡Incluso dormir bien! “¿Te imaginas dormir una noche entera, sin estar dando vueltas?” se pregunta a sí mismo.
Cuando el otro voluntario vuelve para cargar en la furgoneta, Antonio le llama con la mano.
“Hola, perdona. ¿Cómo me puedo apuntar?”