Érase una vez un juguete
Cuando tenía 6 años, mi abuelo Manuel, que siempre había sido un apasionado del motor, me regaló un coche teledirigido. Supongo que, para entonces, sería el juguete de lo más puntero, ya que recuerdo que era el único entre mis amigos que no dependía de un cable. Era la máquina más perfecta del mundo y, durante un tiempo, surqué las aceras y el pueblo con mi deportivo rojo, sabiéndome el niño más feliz del mundo. Y conmigo, mis amigos, con los que organizaba turnos para poder teledirigir esas 4 ruedas por los circuitos que erigíamos con chapas y mochilas.
Tanto juego le dimos en la plaza de mi pueblo que, al cabo de unos pocos meses, el coche teledirigido murió: ya no respondía al mando ni al cambio de pilas y mi corazón, que en esos 6 años de vida había tenido una existencia muy feliz, se partió en mil pedazos.