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Historia de una galleta

La primera galleta que recuerdo hacer fue aún en primaria para celebrar el fin de curso. Desde entonces, habré hecho más de mil hasta que decidí hacer de esta afición el centro de mi profesión.

Un 15 de mayo de hace 7 años lancé mi empresa para enviar galletas personalizadas a domicilio. Cumpleaños, bautizos, bodas, aniversarios, baby showers, días de la madre y del padre… A través de mi página web muy rudimentaria, cualquiera podía regalar a sus seres queridos una deliciosa galleta con un mensaje único e irrepetible.

Los comienzos no fueron fáciles. Al principio, todo fueron pérdidas, noches en vela, facturas interminables y todo, sin ver ni un sueldo. La verdad es que muchas veces pensé en tirar la toalla y dejarlo todo. Volviendo a mi sector y dejando de luchar por este sueño, podría dedicarme a las galletas para los ratos libres y las ocasiones especiales.

Sin embargo, poco a poco empecé a flotar. Un día me di cuenta de que ese mes me había quedado a cero, que el símbolo negativo delante de mis cuentas había desaparecido. Y de ahí, hacia arriba. Poco a poco, el negocio empezó a funcionar y las galletas se vendían, nunca mejor dicho, como rosquillas.

Un pedido, otro, “¿para ya? ¡imposible!”... y así, y poco a poco, mis galletas encontraron un hueco en el mercado y me iba a ser posible vivir de hacer lo que más me gustaba.

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Creciendo poco a poco

En unos pocos meses, las cosas empezaron a ir realmente bien. Cambié el salón de mi casa por una pequeña oficina en Barcelona y la mesa de centro por un buen escritorio. Además, dejé de hablar con las plantas de mi casa, ya que al fin pude hacer mis primeras contrataciones. No me lo podía creer: estaba creciendo.

Mi primer empleado fue Alicia, una joven sevillana que, aunque había venido a ayudarme con el mantenimiento de la web -la principal fachada de mi negocio-, pronto se convirtió en mi amiga y compañera de largas noches hasta la madrugada preparando pedidos. Ella, al igual que yo, apostó por la empresa y se entregó al 300 %.

Después vino Carlos, de casualidad. Un día, llamaron al timbre y Alicia acudió a abrir; al cabo de unos momentos, volvió acompañada de un chico con los libros de la universidad. Juntos, preguntaron al unísono por la empresa que había estado en esa pequeña oficina antes que nosotros y a la que aún seguían llegando cartas. El chico se presentó, Carlos García, y agitó el currículum en el aire, anunciando que quería entregarlo. Aunque había habido un error claramente, la conversación y el desparpajo de ese chico me llamó la atención y, al cabo de un rato, le ofrecí llevar el contacto de los clientes y las redes sociales.

Así nos convertimos en Alicia, Carlos y David.

La suerte del principiante...

Alicia y yo acudimos muy despreocupados a nuestra cita con el banco. Recuerdo, de hecho, que la espera interminable en aquellos asientos de cuero negro se nos hizo hasta corta, soñando despiertos con todos los proyectos que teníamos entre manos. Alicia y yo estábamos muy lejos de esa sucursal cuando su directora se acercó con las manos entrelazadas y me llamó por mi nombre, bajándonos de nuevo de las nubes a la Tierra.

Las malas noticias no se hicieron esperar: el poco recorrido que llevaba la empresa y nuestra falta de historial hacía imposible que nos dieran un préstamo de esta envergadura. Los bancos, nos explicó la directora Martínez, ahora tenían una normativa mucho más estricta y restringida a la hora de conceder liquidez a empresas como la mía.

Alicia y yo agradecimos su sinceridad y, tras estrechar las manos, nos fuimos de esa sucursal. Pero ¡no pasaba nada! Tan solo había sido un banco.

Lamentablemente, comprobamos que en todos nos decían lo mismo: nos faltaba un histórico de confianza que no hiciese de nuestro préstamo una operación arriesgada.

Todo apuntaba a que, de momento, todos los proyectos que teníamos entre manos iban a tener que esperar.

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Al fin, una solución

A Carlos no le invadió el pesimismo y desde el primer momento anunció que no se iba a rendir. Y así fue, porque en cuestión de días volvió con una solución en la que yo, hasta entonces, no había reparado.

Lo que nuestra empresa de galletas necesitaba era una póliza de crédito.

Así fue cómo conocí Credibarna, una empresa dedicada a las finanzas y a la banca que, enseguida, se mostró muy proclive a colaborar. Ellos supieron ver en el nuestro un proyecto que, aunque carecía de histórico, podía ser, no solo viable, sino además próspero y duradero. Y confiaron en nosotros, lo cual nos llevó a confiar en ellos.

Gracias a sus profesionales, nos asesoramos de cuáles eran las condiciones que más nos convenían, al ser una pequeña empresa y tener que hacer un esfuerzo de un músculo considerable. En todo momento, se mostraron dispuestos a escucharnos y a ayudarnos en lo que hiciera falta, siempre ofreciéndonos soluciones a la medida de nuestra naturaleza.

Con ellos, tuvimos la liquidez que nos hacía falta, pudimos invertir en recursos para el proyecto de la empresa de caterings y hoy llevamos más de un año colaborando. Hoy, además de Alicia, Carlos y David, somos Patricia, Manuel, Carla, Benito, Ismael, Laura… Y esperamos seguir creciendo y repartiendo galletas únicas en ocasiones con tanta ilusión como la que nos hace a nosotros nuestro trabajo.

Un proyecto de La Razón para

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